miércoles, 26 de octubre de 2011

España y la guerra II

  
En uno de los libros de la obra del historiador Sánchez Albornoz (no recuerdo cual) había una larga parrafada sobre España y la guerra. Lo tenía copiado a mano desde tiempo inmemorial, incluso los papeles están amarillentos. Albornoz destacó no solo como historiador sino como prosista. Este extracto no tiene desperdicio es una auténtica delicia. No pude resistirme a publicarlo. Que lo disfruten.

GEOGRAFÍA FÍSICA Y SOCIAL: Hace 2.000 años Estrabón decía ya de la Península en su Geografía, II, 1, 1: “En su mayor extensión es poco habitable, pues casi toda se halla cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado”. Es bien sabido que sólo alrededor del 40% del solar español es cultivable; el resto son tierras montañosas o esteparias. Los crudos inviernos y los abrasadores estíos de muchas regiones de España, lo desigual e incierto de sus lluvias, la escasa fertilidad de buena parte de su suelo, lo magro de sus cosechas habituales, que no podían compensar los raros años buenos, y la creciente acción de la ventosa señorial al correr de los siglos –no sólo por la historia sino por la geografía provocada, pues en las tierras pobres y secas surge fácilmente el señorío-, han endurecido y acerado a los labriegos españoles obligados a sufrir durante milenios inclemencias o desdichas.

Y los han movido a huir muchas veces de sus campos en busca de fortuna. ¡Rudos, violentos, crueles! ¿Cómo podían ser suaves y sensibles?, forzados a luchar con el cielo, con la tierra, con sus señores y con sus hermanos de desgracia, año tras año, generación tras generación, siglo tras siglo? A la menor vacilación y flojera, la miseria. Una brecha de holganza en la existencia mas que sobria de cada día y asimismo la miseria. Unos años malos, de heladas a destiempo, de sequías, de tronadas... y la miseria también. Dios inclemente, el señor inmisericordioso y la usura encadenando en seguida con sus grillos al pobre labriego de Castilla. Hasta forzarlo a romperlos con violencia, a huir de sus pagos y a buscar el pan lejos, en tierras más fértiles, en la ciudad, en la guerra o en la vida al margen de la ley.

¡Holgazanes, vagabundos, pícaros, bandoleros! Es fácil acusarlos, no es difícil su justificación. La infraestructura económica de España ha sido y es poco favorable para la fácil vida de los españoles. Hispania es un castillo roquero: “Por cualquier costa que se penetre en la península española –escribe Unamuno- empieza el terreno a mostrarse, al poco trecho, accidentado; se entra luego en el intrincamiento de valles, gargantas, hoces y encañadas, y se llega por fin, subiendo mas o menos, a la meseta central, cruzada por peladas sierras que forman las grandes cuencas de sus grandes rios”.

Sus palabras están confirmadas y aún ensombrecidas por la geografía. La tierra comienza a arrugarse antes de los veinte kilómetros de la orilla del mar y, de ordinario, en seguida se alzan altas serranías, rara vez accesibles y a las veces elevadísimas. Sólo es relativamente fácil el acceso a la península desde las costas atlánticas portuguesas, y ni siquiera desde ellas es cómoda la subida a la meseta. Ésta se halla muy lejos de ser llana. El perfil de cualquier corte vertical del suelo de Hispania es mas elocuente que cualquier descripción. Incluso la depresión del Ebro se halla estrangulada en las vecindades del Mar Mediterráneo. En su conjunto la Península es, aparte Suiza, la tierra mas alta de Europa. Un 24,31% del solar de España se halla entre los 1.000 y los 2.000 metros de altura y un 41,92% del mismo se eleva entre los 500 y los 1.000 metros sobre el nivel del mar. La tierra es poco fértil. Hay en ella un 10% de rocas peladas; un 35% de terrenos muy poco productivos por su excesiva altitud, su excesiva sequedad o su mala composición; un 45% de tierras medianamente laborables, escasas de agua o de composición no demasiado buena; sólo un 10% es realmente feraz.

Los desniveles térmicos de la mayor parte de España son tremendos; exceden con frecuencia los 50 grados entre la máxima y la mínima anual. A veces los sobrepasan. Y en el conjunto de sus tierras llegan a los 73. Las lluvias no son abundantes en la España seca, que comprende dos tercios del solar nacional; y como es grande la radiación del sol, la aridez se acentúa con el correr del tiempo. Abarca esa zona 314.084 kms cuadrados. En 247.702 de ellos llueve menos de 500 mm. al año y en buena parte de los mismos menos de 400 mm. En Zamora y en Zaragoza las lluvias ascienden sólo a 300, en los Monegros a 200; en el cabo de Palos a 196. Compárense esas cifras con los 800 mm. de lluvia media en Francia. Y las precipitaciones acuosas no son regulares; transcurren meses sin lluvias, y cuando llegan son bruscas y torrenciales, hieren la tierra y labran las rocas. Y la zona lluviosa de España coincide en su mayoría con la región montañosa cántabro-pirenaica.

España es, con Hungría, el único país de Europa donde hay estepas. Llegan a constituir el 7% del país. Existen en la Mancha, en la depresión del Ebro, en algunos enclaves de Andalucía, en la costa del sureste. La atormentada configuración vertical de España hace a los ríos españoles o muy breves o muy saltarines y a las veces cortos y torrenciales a la par. La escasez de lluvias, su distanciamiento temporal, su no extraña torrencialidad y la fuerte evaporación solar, hacen además muy irregular y no muy caudaloso el curso de los mismos. Los estiajes de nuestros ríos son tremendos, sus aforos muy desiguales y la cantidad de agua que vierten al mar no muy elevada.

El Loire, poco más largo que el Tajo, arroja al océano tres veces más caudal que él. El desnivel entre los máximos y los mínimos aforos del Guadalquivir oscila de 1 a 1.000; en Córdoba, por ejemplo, pasa de los 12 metros cúbicos por segundo a los 7.000 y de ordinario no va mas allá de los 64. El Sena tiene en París un caudal medio de 134 metros cúbicos por segundo y oscila sólo entre los 75 y los 1875. Legendre, nada hostil a España, ha dicho que, sin abusar de la terminología geográfica, no se puede afirmar que existan ríos en la Península.

En verdad sólo es navegable el Guadalquivir hasta Sevilla. La abrupta configuración del país hace las mas de las veces imposible la comunicación de esos ríos mediante canales, y no pocos pueden cruzarse, en el estío, a pie enjuto. Los escritores extranjeros de ayer y hoy que han viajado por España han hablado con frecuencia del desierto español. Con sus ojos habituados a la tierra verde de Europa cubierta de prados y bosques abundantes, han hipertrofiado una realidad no por ello menos ingrata: la realidad de la áspera lucha del hombre y la tierra en España.

Los españoles la han trabajado con gran fatiga desde hace milenios y en ella han vivido cada vez mas pobremente, pues ella a su vez iba también empobreciéndose a través de los siglos, por los desastres de la historia de sus hijos. Sobre todo desde que a partir del 722 toda ella fue alguna vez frontera entre moros y cristianos y sufrió talas e incendios que la privaron de los bosques que antes la cubrían. Por la falta de agua, en la mayor parte de las tierras ocupadas por los cristianos fue imposible el cultivo intensivo de hortalizas y frutales hasta muy avanzado el siglo XIII. Y lo es aún en la mayor parte de la España moderna. Entre las diversas etapas del cultivo en las tierras de pan llevar, el labriego castellano ha debido desde siempre esperar ocioso las próximas jornadas, “con ojo inquieto si la lluvia tardaba”. O, como en la parábola evangélica, ha debido acudir a la plaza de la aldea para aguardar, al sol, quien quisiera contratar el trabajo de sus brazos, desde el día, temprano, en que hubo en tierras españolas muchos hombres sin tierra por obra de los desdichados avatares de la Historia.

¡Cuánto esfuerzo ha sido preciso para arrancar miserables cosechas a los millones de surcos de las áridas y gastadas tierras de las dos Castillas, de Extremadura o de Aragón, a veces labradas con el propio empuje de hombros humanos reemplazando ante el arado al buey, a la mula o al borrico, que había sido necesario vender y que no había sido posible alquilar¡. Y después la renta, y, lo que es aún peor, la usura, la sañuda y bárbara usura. Ayer, durante siglos y siglos, el judío.
Al 100% anual y a veces al 12% a la semana. Quien haya conocido lo implacable del aguijón del usurero en el mundo de hoy se explicará, sin esfuerzo, la saña creciente de los castellanos de la edad media tardía contra los hebreos primero y contra los “marranos” o conversos después.

Contra éstos que, a mas de seguir chupando su riqueza, mediante fingidas conversiones se encaramaban como cristianos nuevos –al uso de los usureros contemporáneos- en la gobernación del reino, de sus ciudades y de sus campos. La agricultura nunca fue valorada como requerían las necesidades alimenticias y por ende vitales del pais. Ni los soberanos peninsulares de la edad media, ni los reyes católicos, ni los Austrias le consagraron atención vigilante y celosa. Mimaron especialmente a la ganadería lanar, porque lo seco y estéril de la mayor parte del pais, lo menguado de sus lluvias y lo pobre de sus pastos no permitía el desarrollo de la ganadería vacuna sino en la España atlántica.

Mas la sequía que el sol abrasador provocaba en muchas zonas, durante los estíos, y las nieves que cubrían otras, durante los inviernos, forzaron a la trashumancia, en gran escala, de los rebaños de lanares. Con la consiguiente precisión de grandes extensiones de tierra para pocas ovejas, la obligada reducción de las posibilidades de vida de las masas campesinas y la forja de una singular contextura vital. Porque el pastor, y el pastor trashumante sobre todo, arrastra una existencia singular, desarraigado del vivir hogareño, deshabituado de las duras jornadas de trabajo, pronto a la aventura de la marcha hacia tierras extrañas, atraído por el anual cambio de horizonte y con la mente en propicia franquía para brincar, esperanzado, hacia un mas allá ultraterrestre, en su lento peregrinar con sus ganados, bajo el ojo de Dios, desde las llanuras a las cumbres.

El que podía escapar a la cadena de la vida áspera, dura, miserable de la aldea, emigraba en busca de las tierras del sur que su imaginación, asaeteada por el hambre crónica, convertía en vergeles, pero que no lo eran. O entraba en la vida ciudadana lastrado por su ignorancia de cualquier otro oficio que el de labrar el campo o cuidar el ganado, y en vano esperaba que se abrieran para él las puertas del trabajo urbano. En vano, porque la industria local no demandaba muchos brazos: los hebreos, comerciantes y banqueros, no la habían impulsado –ni siquiera en Cataluña-, según reconoce Murrúa y Villarrosa. Y porque los cristianos, moros y judíos de la ciudad bastaban y aún sobraban para cumplir sus tareas. En vano porque el tráfico y los negocios requerían entrenamiento y capitales que sólo los judíos poseían y que el miserable labrador no podía soñar en poseer jamás.

Mientras hubo tierras que poblar, la riada migratoria tuvo cauce por donde verterse. Pero remansada la Reconquista, los fugitivos del agro aumentaron las filas del proletariado urbano sin trabajo. La holganza forzada –hambre en el campo y hambre en la ciudad- los movió a entrar al servicio de algún caballero –muchas veces también pobre-, los obligó a seguir las huellas heroicas de sus abuelos que fueron a la par labriegos y guerreros, los inclinó a entrar en religión o los impelió a vagar por el mundo en un apicarado existir a salto de mata. Soldados, frailes, criados, pícaros, fueron producto, mas que de una extraña combinación psíquico-biológica que de ninguna simbiosis o injerto cultural o vital del pueblo de Castilla, de ésa áspera y ruda pugna con la tierra y con el hombre –usurero, señor, mayoral o hermano de desgracia- del labriego castellano.

Quienes no escapaban de la tierra y seguían atados a ella por la costumbre o por falta de audacia, y la mayoría de los que se habían acogido a los centros urbanos –incluso los que habían entrado a servir a un caballero- si no habían logrado acogerse al reparo de un convento, vivían muriendo.“España o un vivir desviviéndose”, ha escrito Americo Castro sin razón. España o un vivir miserable, podríamos decir mejor. Un vivir con una dieta alimenticia rayana en el hambre. Está todavía por hacer la historia de la milenaria subalimentación hispana. De ordinario, sobre esa tierra que Castro supone divinizada por los españoles, muchos de ellos no han llegado a comer lo que el mas estricto racionamiento contemporáneo ha permitido llevar a su mesa a ingleses o franceses. ¡Sobriedad española! Sí, obligada sobriedad. “A la fuerza ahorcan”. El hispano de quien Plinio dijo que vencía al galo “corporum humanorum duritia” y de Pompeyo Trogo escribió: “dura ómnibus et adstricta parcimonia”, fue sobrio y duro de cuerpo porque no pudo ser de otra manera, pues la tierra no le permitió jamás hartarse.

Porque el suelo de la Galia fue mucho mas generoso con el galo, los autores griegos y romanos trazaron de el una estampa diferente. Y la diferencia perdurable de las tierras de allende y aquende el Pirineo ha prolongado en el tiempo esa milenaria diversidad. Así surgen y perviven a veces las mal llamadas constantes históricas. Si sólo es cultivable alrededor del 40% de la tierra española, los franceses pueden aprovechar hasta muy cerca del 90% de su suelo. Para construir los 15.000 kms de los ferrocarriles españoles hace pocos decenios, hizo falta mas dinamita que para trazar los 75.000 kms de los ferrocarriles franceses.

Y según ha observado un español residente largos años allende el Pirineo, es tan difícil en España encontrar leña para hacer una fogata y tan fácil hallar una piedra con que alejar a un perro, como fácil en Francia hallar la leña y difícil encontrar la piedra. A tal punto es notorio el contraste entre la fertilidad y lo abrupto de los solares de los dos pueblos. Como en la mayor parte de la cuenca del Mediterráneo, en buena parte de España, según señaló Braudel, “el suelo muere cuando no es protegido por el cultivo; el desierto acecha la tierra laborable y una vez conquistada por el no la suelta voluntariamente”.

El dominico que en los días de Felipe II recopiló en Sevilla un “Floreto de anécdotas y noticias diversas” escribe: “Dicen los italianos que no es mucho que los españoles aventuren la vida; que la tienen tan mala que en perderla poco pierden, porque andan descalzos, desnudos y maltratados; empero ellos, bien vestidos, ricos con mujeres hermosas y por eso temen perder la vida”. Huelgan los comentarios. ¿Sobriedad? Sin hipérbole podríamos decir miseria. Miseria de los mas. Miseria que a veces llegaba hasta el hambre. “Tripas llevan pies”, dice un viejo proverbio que Cervantes pone en boca de Sancho. El estómago vacío influye también en el bullir de la cabeza. “No solo de pan vive el hombre”. Sí, pero no vive sin pan. De gran aguzador del ingenio calificó ya al hambre la madre Celestina.

¿Lo es a la par del genio, es decir de la potencia intelectual creadora? ¿Cuántos millares y millares de españoles se han perdido y se pierden para la gran tarea de alumbrar ideas, porque el hambre los ha privado del lujo vital preciso para consagrarse a las empresas del espíritu? Claro que sin las mordeduras del hambre no habríamos escrito los españoles muchas páginas decisivas de nuestra historia. Sería naturalmente estúpido explicar la historia de España por la miseria de los españoles. Pero no lo sería menos prescindir de esa miseria al buscar la clave de la contextura vital hispana.

De esa miseria que la pobreza de la tierra en función de su clima y de su situación geográfica en el mundo –queda dicho que España ha padecido a través de la historia del terrible mal de su extrema occidentalidad- impuso a millones y millones de españoles en el curso de los siglos. Algún día habrá de escribirse la historia del hambre en España. Gran tema para un estudioso. La pobreza de su tierra empujó ya a los lusitanos contra las ricas ciudades de la Bética y probablemente a los cántabros –se alimentaban con harina de bellota- contra sus vecinos del sur. Contiendas que dieron ocasión a la conquista de esos pueblos hispanos por Roma. Estrabón III, 3, 6 escribió: “El origen de tal anarquía está en las tribus montañosas, pues habitando un suelo pobre y carente de lo mas necesario, deseaban como es natural, los bienes de los otros.

Mas como estos a su vez tenían que abandonar sus propias labores para rechazarlos, hubieron de cambiar el cuidado de los campos por la milicia y, en consecuencia, la tierra no sólo dejó de producir incluso aquellos frutos que crecían espontáneos, sino que además se pobló de ladrones”.
Algunas decadas después de la conquista musulmana, del 748 al 753, España padeció crueles y largos años de hambre. Las crónicas e historias arábigas –el Ajbar Machmu’a, Al-Bayan al-Mugrib...- nos han conservado noticias de esos años, a los que llaman “años del Barbate”, porque en la desembocadura de ese río embarcaban las gentes rumbo a África en búsqueda de tierras mas benignas.

Esa hambre contribuyó a paralizar la expansión islámica en Europa y a la despoblación del valle del Duero, decisiva en el destino de la cristiandad occidental. Anales y crónicas arábigas siguen registrando numerosos años de hambre en la España musulmana y, apenas empiezan a ser pormenorizados, también dan frecuentes noticias de grandes hambres los anales de los reinos cristianos.

“Y llegó el hambre a la tierra”, dicen los Anales Toledanos refiriéndose al año 1192. “Fue grande el hambre en la tierra”, repiten en 1207. “Murieron las gentes de hambre... y duró el hambre en el reino hasta el verano... y comieron las bestias, los perros, los gatos y las personas que podían secuestrar”, dicen en 1213. El cronicón de Cárdena registra el hambre de 1258. El cronicón Conimbricense cuenta que en 1333 murieron tantos de hambre que caían en las calles y no había lugar en las iglesias para enterrarlos, por lo que se les daba sepultura de seis en seis fuera de ellas. Quien estudie el hambre en España en la Edad Media podrá mañana comprobar como se enseñoreó frecuentemente de los peninsulares. El profesor Ibarra, al estudiar “El problema cerealista en España durante el reinado de los Reyes Católicos”, ha reunido datos sobre las cosechas recogidas en algunos años de finales del siglo XV y principios del XVI. Sólo fueron buenas en 1489 y en el bienio 1508-1509.

Quizá pueda asentirse a la frase de Castro sobre la prisión de los españoles por su tierra si damos un giro agudo al pensamiento que para él encierran tales palabras. Esa prisión no fue cárcel de amor sino auténtica mazmorra. Impidió el vuelo de la mente de millones y millones de españoles hacia horizontes de luz y de razón. Porque los obligó a sostener una áspera batalla con la vida para conseguir, no el pan eucarístico, sino el pan de cada día.

Afirmó así su vieja inclinación a empresas pasionales con preferencia al libre juego del pensar. Llegó a aflojar su ímpetu espiritual adormeciéndolos en un quietismo perdurable, sordos a las llamadas de la esperanza y desdeñosos ante los atractivos y de las novedades. Debilitó a veces incluso su mismo ímpetu vital, menguando su fuerza y su vigor físicos y relajando los resortes de su voluntad. Y lanzó a la postre a unos españoles contra otros, en un bárbaro intento de romper las cadenas de la miseria, para salir de la prisión del hambre. Mientras los musulmanes poseyeron el supuesto vergel de las zonas del sur y los hebreos la riqueza mobiliaria, al ímpetu de la guerra divina y nacional contra el Islam y a la saña religiosa antisemítica, tal vez se unió, como fuerza motriz de nuestra historia medieval, el acicate que de la pobreza de su tierra recibieron los cristianos para lanzarse contra moros y judíos, con la esperanza de sustituirlos en el goce de sus bienes.

America canalizó mas tarde, no sólo el multisecular ímpetu misional hispano y su multisecular bélico dinamismo, sino las ilusiones desesperadas de muchos que no habían logrado vivir, sin miseria, en las viejas y pobres tierras hispanas. Pero después, y a medida que aumentó la población de España, esa pobreza del solar nacional, pobreza que no era posible remediar –no ha sido posible remediarla hasta ayer en que la ciencia dio saltos gigantescos tras milenios de impotencia-, colaboró, por desgracia, de continuo, con la pasión española y con la singular ecuación hispana entre poder, riqueza y servicio, a lanzar a unos españoles contra otros, porque no había asientos para todos en el festín de la vida.

Estrabón señaló ya que la distribución y el curso de los rios de la Galia permitía transportar con facilidad las mercancías de un mar a otro de los que bañaban sus costas. Esos rios facilitaron también la circulación de los productos fabricados por los galos. La configuración horizontal y vertical de la Península, sus cordilleras transversales, que sólo podían ser atravesadas por ásperos caminos, y los rios por ellas separados, rios a veces sangrados por largos estiajes, dificultaron ya el tráfico en Hispania y han seguido dificultándolo a través de los siglos, en la España medieval y en la moderna. Ha sido mas barato llevar mercaderías desde Génova a Sevilla y desde Brujas o Amberes a las costas cantábricas que trasladarlas a éstas o a algún puerto andaluz desde Segovia, Ávila, Toledo o Cuenca. Ni los rios españoles eran navegables ni los caminos eran practicables sino por recuas de mulas o por carretas de bueyes.


REFERENCIAS MILITARES: Hispania fue una auténtica pesadilla para los romanos, tan solo comparemos lo que tardaron en conquistar las Galias (7 años) y lo que tardaron en la península (unos 200). La posición geográfica de la península fue vital para que se creara una selección natural entre la multitud de pueblos que llegaron durante milenios. En otros países los pueblos mas débiles fueron obligados a emigrar. En una península esto no es tan fácil. Una buena parte de la infantería que llevó Anibal en su incursión por Italia, que cristalizó en Cannas, fue hispana. Esta era muy respetada y en su mayoría eran scutari, nombre que provenía del scutum (gran escudo que llevaban).

La táctica española (copiada por los romanos) era lanzar una lluvia de jabalinas y después continuaban con sus espadillas (falcata o gladio hispano). También iban honderos baleares. Estos estaban divididos en dos cuerpos, cada uno de mil hombres. Eran tales su precisión y su volumen de fuego que se les consideraba mas útiles que los arqueros. No menos audaz fue la caballería pesada, formada en buena parte por íberos y celtas hispanos. Sin quitar méritos a Anibal, la actuación hispana en esta campaña fue decisiva. En Cannas murieron mas de 50.000 romanos, Anibal perdió 6.000 hombres (4.000 celtas y 2.000 entre africanos e hispanos). Según Jose María Blázquez, el origen de las luchas de gladiadores romanas, es mas que posible que procedan de ritos religioso/guerreros practicados por los indígenas hispanos. Del mismo modo, los romanos adoptaron las armas hispanas para sus legiones.

Estrabón nos cuenta que cuando un grupo de vetones (pueblo celta hispano) entraron por primera vez en un campamento romano y vieron a los centuriones paseándose por una de las calles, esto les pareció una locura y les enseñaron el camino a las tiendas, explicándoles que o se debía estar echado tranquilamente o combatir. Floro refiere de los astures de las Médulas después de combatir por su libertad hasta el fin se mataron unos a hierro y fuego y otros ingiriendo veneno para no caer en la servidumbre. Por Estrabón sabemos que los cántabros, cuando los romanos lograron domar su furia magnífica, prefirieron la muerte a la esclavitud, a tal punto, que las madres mataban a sus hijos y los hijos a sus padres para librarles del cautiverio; y hasta el extremo de que, crucificados, cantaban alegres, porque su próxima muerte les brindaban la esperanza de su liberación definitiva.

El ímpetu, la resistencia, el desdén por la vida y el amor a su independencia de los peninsulares asombró a sus conquistadores. Especialmente les maravilló el heroísmo de los pueblos del norte cantábrico. Recogieron la altiva respuesta de una ciudad galaica ante una propuesta de capitulación: “Nuestros padres nos han legado el hierro para defender nuestra libertad y no oro para comprarla”.Y cuando en Roma se quería ponderar las dificultades de una empresa se decía: “Es mas difícil que hacer volver las espaldas a un cántabro”. Seis legiones y la flota fueron necesarias para someter a aquellos fieros pueblos. Y es sabido que Augusto encomendó tal empresa a sus mejores generales. Derrotados y vendidos como esclavos en las Galias, los cántabros mataron a sus amos y volvieron a su tierra y renovaron la contienda. Fueron al fin subyugados, pero no definitivamente.

No mucho después cántabros y astures volvieron a alzarse: los primeros entre el 37-41, y los segundos entre el 55 y el 60. No es de extrañar que en la España romana, Marte fuera el Dios mas popular entre los indígenas. Los caballos ibéricos eran una raza pequeña, rápida, infatigable, agilísima y muy apta para vivir en montaña. Su color era pardo. Los hispanos los herraban desde el siglo IV ac. Los dirigían, empleando a la par bocados y frenos, y lograban adiestrarlos para la guerra, hasta convertirlos en sus auxiliares mas preciados. Los habituaban a su especial manera de pelear, que los romanos llamaron concursare, y que consistía en un rápido cambio de ataques y de fugas, idéntico al tornafuye, tan usado en la edad media.

Gracias a lo veloz de sus carreras podían dispersarse delante de las fuerzas enemigas, para acogerse a las montañas y caer luego sobre aquellas. Los acostumbraban a los mas habilidosos ejercicios, incluso a arrodillarse para comodidad de sus jinetes. Y cuando los guerreros se apeaban para combatir como peones, los caballos permanecían sin moverse detrás de las filas de sus amos, atados a pequeñas estacas, ligeramente clavadas en el suelo. Fuera de España el caballo ibérico fue también celebrado y aún buscado para la guerra y las carreras.

En los circos romanos compitieron con los corceles beréberes y César los empleó para sus campañas en las Galias. Los jinetes íberos no fueron menos famosos, calzadas las espuelas, montados sobre el pelo de sus bestias o sobre simples y pequeñas sillas. En la mano izquierda las bridas, ornadas con artísticos pinjantes. La caballería ibérica fue durante mucho tiempo terror de los pretores y procónsules romanos, se trocó al cabo, en fuerza de choque de las legiones republicanas e imperiales.

Se concedió la ciudadanía romana y diferentes privilegios a cada uno de los guerreros de la Turma Salluitana, escuadrón procedente de la celtiberia posterior. También fueron famosas las Alae Arevacorum. Durante el 711-1492, la guerra fue contínua entre moros y cristianos. España sirvió de escudo europeo ante el Islam. Esto es ignorado por muchos “historiadores” europeos que dan gran protagonismo a Carlomagno e ignoran con frecuencia a los reinos cristianos del norte hispano, que luchaban casi a diario contra el moro.

Los intentos franceses de expandirse por la península fracasaron, al igual que los vikingos, que aunque lo intentaron en multitud de ocasiones, fue la Península Ibérica el único lugar del occidente europeo donde no consiguieron asentarse. A comienzos del siglo XVI el ejército hispano era temido en Europa como el mismo diablo. En una ocasión en la que un ejército francés sitiaba una plaza defendida por españoles, todos llegaron al acuerdo de resolver el conflicto mediante una desesperada estratagema: El duelo (los españoles lo usaron en mas de una ocasión). Un soldado español retó a todos los oficiales franceses en combate singular uno por uno (eran unos 20). ¡Logró derrotarlos a todos! Tras esto puso las condiciones, que fueron aceptadas sin rechistar por los franceses por las leyes de la guerra. Con vehemencia gritó:

Márcharos a vuestro país y no regreseis, decidle a vuestro rey que ningún ruin francés logrará conquistar esta plaza. Y de éste modo medio sorprendidos y medio humillados, los franceses abandonaron el sitio.


4 comentarios:

Amo del castillo dijo...

¿Qué maestre de campo español dijo a un gabacho o un flamenco aquello de "ya hablaremos de rendición cuando estemos todos muertos"? Jejeje...

El Tormenta dijo...

No lo recuerdo. Pero el tio los tenía puestos...Ja, ja, ja.

El Tormenta dijo...

Creo que te refieres a don Francisco de Bobadilla, se lo dijo a un flamenco.

Pues mira lo voy a colocar en la entrada.

Amo del castillo dijo...

Ponlo, ponlo, que quede constancia de que, pa cojones, los de los hispanos, qué carajo...